La Habana, Santo Domingo, San Juan, Cartagena y Veracruz fueron dotadas de sistemas defensivos que combinaban trozos de murallas con fortines y fortalezas.
Sin lugar a dudas las murallas han sido un signo distintivo de las ciudades caribeñas. A mayor importancia, mayores las murallas. Y a mayores las murallas, mayor el abolengo citadino. Varias de ellas —La Habana, Santo Domingo, San Juan, Cartagena y Veracruz— fueron dotadas de sistemas defensivos que combinaban trozos de murallas con fortines y fortalezas, al mejor estilo renacentista. Otras —Santiago de Cuba, Puerto Plata, Baracoa, Matanzas— tuvieron que conformarse con algún que otro fortín. Estos sistemas tuvieron diferentes orígenes, pero casi todos ellos fueron finalmente remodelados por un italiano al servicio de Felipe II, Juan Bautista Antonelli, posiblemente el más serio antecedente de los exitosos consultores internacionales contemporáneos.
Además de ser una razón de prestigio, tener una muralla fue también una oportunidad de contar con inversiones públicas de las que era posible —lícita o ilícitamente— extraer recursos para la acumulación privada. Y la muralla era una garantía mínima de protección de los citadinos y sus negocios. La debilidad de los sistemas defensivos costó muy caro a varias ciudades, como a Santo Domingo en 1586 cuando Francis Drake entró a rebato devastando todo lo que no podía robarse y dando un empujón decisivo a la decadencia de la ciudad primada. O a San Juan, cuando en varias ocasiones tuvo que luchar, con variada fortuna, contra ingleses y holandeses.
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